Era un desayuno dominical, festivo, la versión doméstica de los churros de las verbenas madrileñas, en las que olía a fritanga, o de los churros de las madrugadas de los juerguistas. Había dos momentos para este desayuno: antes de ir a misa, o al volver de ella, si se iba temprano con intención de comulgar. En aquellos tiempos, recibir la comunión exigía guardar ayuno total desde la medianoche anterior, así que la gente volvía de la iglesia deseosa de gozar del aroma de los churros. Daba igual: al niño que yo era, el chocolate con churros dominical le sabía a gloria bendita.
Hoy los churros se hacen bien, incluso desde el aburrido punto de vista nutricional: son hidratos de carbono fritos, pero los hidratos de carbono son necesarios. El chocolate de hoy no tiene nada que ver con el de los años cincuenta. Ya lo sabe, amigo lector: cuando venga por Madrid es usted muy dueño de irse a tomar un té al Ritz o al Palace, o de hacer un saludable e impersonal desayuno en su hotel. Pero no le darán el pasaporte de madrileño -que, por otra parte, estarán deseando darle, que Madrid es ciudad muy hospitalaria y abierta- hasta que no pase usted su examen de castizo desayunando -o merendando- una taza de chocolate con su media docenita de churros.