El diccionario de la RAE define “churro” como «chapuza, trabajo mal hecho», entre otras acepciones.
Precisamente, éste es el sentido que adquiere el término cuando nos referimos al dialecto del castellano hablado en la Serranía y en otras comarcas del interior del País Valenciano.
He aquí el prejuicio lingüístico que todavía hoy descansa sobre nuestra habla: charrar churro es sinónimo de un hablar sucio, corrompido y propio de gente inculta.
Ya en el siglo XV, sant Vicent Ferrer definía perfectamente nuestro dialecto: «Vosaltres de la Serrania, qui […] prenets un vocable castellà e altre català».
Es decir, el churro se caracterizaba por la alternancia de palabras castellanas y valencianas.
La presencia de léxico valenciano debía ser mucho más acusada entonces que actualmente.
A las interferencias lingüísticas valencianas debemos palabras como orage, gola, bachoqueta, boira, corbella o el verbo sentir (‘oír’).
Pero el santo valenciano se dejaba el otro pilar del dialecto churro: los aragonesismos.
Supongo que a todos nos suenan palabras como rocha, ababol, royo/-a o la expresión odo.
Evidentemente, el grado de presencia del aragonés o del valenciano varía según municipios.
La proximidad de Alcublas con la frontera lingüística (Casinos) explica el mayor número de valencianismos en comparación, por ejemplo, con Alpuente.
Pero, en última instancia, la fisonomía del churro es la misma: una base castellana repleta de valencianismos y aragonesismos.
Si algo ha dejado claro la lingüística es que, per se, no existen lenguas ni dialectos “mejores” o “peores”.
Estas clasificaciones maniqueas solo responden a prejucios lingüísticos absolutamente subjetivos e injustificables racionalmente.
Cada lengua y, por extensión, cada dialecto representa una mirada única e irremplazable de la realidad.
Y el “churro” es la nuestra.
Es el habla de nuestros padres y de nuestros abuelos.
O la cuidamos o nadie lo hará por nosotros.
Es muy sencillo: charra churro a tu chiquillo.