Para hacer un buen churro lo que necesitas es la proporción justa de agua y harina, la temperatura de aceite óptima, y algún que otro truco para que el interior quede suave y cremoso y el exterior, crujiente.
Los nuestros son sencillos y eficaces: añadir a la masa una cantidad minúscula de bicarbonato y mantequilla.
En un cazo, calienta el agua al fuego, con la sal, el bicarbonato y la mantequilla.
Cuando empiece a hervir, añade toda la harina y retira inmediatamente del fuego.
Dentro del cazo, empieza a mezclar la masa con la cuchara de madera hasta conseguir una textura homogénea.
Cuando se haya enfriado lo suficiente para que puedas manipularla, lleva la masa a la mesa y acaba de amasar a mano.
Un par de minutos son suficientes.
Cubre la bola con un paño y déjala reposar 20 minutos.
Divide la masa en dos partes iguales.
Coge una de ellas y dale forma de cilindro con la mano.
Así entrará fácilmente en la churrera.
Abre la churrera, cárgala y tápala.
Recuerda que para que funcione es necesario que la parte dentada de la varilla quede mirando hacia el mango.
Pon una sartén a fuego vivo con una buena cantidad de aceite: los churros tienen que flotar.
Para saber si el aceite está bien caliente, echa una bolita de masa en la sartén, en cuanto flote y comience a espumear, estará listo.
Es importante que el aceite esté bien caliente para que el churro mantenga la forma y para que no quede aceitoso.
Con la churrera puedes ir echando, uno a uno, los churros en la sartén.
Si no te sientes seguro, forma los churros sobre una hoja de papel de hornear, rectos, en forma de gota o en espiral, como más te guste.
Cógelos con la mano y llévalos a la sartén.
El aceite no tiene que llegar a humear, si ves que gana demasiada temperatura, bájale un punto a la cocina.
Con unas pinzas o un par de tenedores, dale vueltas a los churros para que se frían bien por todas sus caras.
Cuando estén bien dorados, sácalos a un plato con papel absorbente.